12.12
El día empezó aguado. El plan inicial era ir a un parque cerca del hotel hasta la hora de ir a Shinjuku a tomar el micro, pero la lluviecita constante me llevó a solicitar abortar el programa. No daba cagarse mojando cuando apenas estaba saliendo del resfrío. Estrenamos el JR pass yendo a Shinjuku en la Yamanote. Comimos en un lugar pretencioso, un plato combinado a precio medio caro para acá (1500 ¥), correcto para lo que era (es lo que había sin tener que salir de la estación con todos los bártulos a buscar un lugar). A las 13:15 puntual salió el micro para Yamanakako, chofer y maletero de traje con gorrito y todo. Llegamos, eso sí, con unos diez minutos de retraso sobre la hora programada, cosas de la ruta. Hicimos el check-in en el ryōkan y dimos una mini vuelta. El día chotísimo, la niebla apenas dejaba ver el lago y del Monte Fuji ni hablar.
Luego de acomodarnos en la habitación estilo japonés fuimos al onsen privado que habíamos reservado en el check-in. Muy reparador. Cenamos en el hotel mismo, entrante de bocaditos, sopa, un estofado de carne, un cacho de pescado a la plancha y arroz. Tortita y té verde de postre.
13.12
Oshino es el pueblo de al lado de donde estamos, y los hakkai son una serie de ocho surgentes naturales, de ahí el nombre (八海 junta los kanji de “ocho” y “mar”), que ya desde antiguo eran veneradas como lugares sagrados donde habitaban dioses varios. El lugar es precioso, con los estanques de donde salen arroyitos, con carpas y truchas nadando, y el monte Fuji de fondo, un primor. Compré souvenires y todo.
Regresamos tipo once, compramos comidita en el konbini, y comimos en la habitación del hotel antes de hacer una caminata montaña arriba, a un santuario sintoísta que hay allí. ¡Mamita, la subidita! Sabía, por haberlo leído, que en el primer tramo había que subir 403 escalones. Okey, más que la Sagrada Familia, menos que la catedral de Ulm. Pero los hijueputa escalones eran de paso y medio, o sea, no era un pasito, un escalón, como una escalera normal, sino que te obligaba a subir al estilo geronte (o niñito), poniendo los dos pies en cada escalón antes de pasar al siguiente (Nacho no tenía este problema). Por lo menos el esfuerzo valió la pena, ya que el pequeño santuario arriba era un lugar casi mágico, junto a una roca sagrada con una raja estrecha por la que, dicen, si pasás tres veces se te cumple lo que desees.
Obviamos la excursión a la cima de la montaña y bajamos por otro sendero que nos llevó derecho al onsen del pueblo, perfecto para relajar después del esfuerzo físico. Entramos, alquilamos toallas y nos dedicamos cada cual por su lado, pues sección hombres y sección mujeres separadas, a disfrutar de las termas. Como es requisito bañarse antes de entrar, y te proporcionan jabón, champú y enjuague, ya salimos limpitos y hermosos.
Merendamos en la confitería que está atrás de la parada de bus de Hirano (la del hotel), una cosa súper top con una variedad y calidad de tortas y postres que no se entienden en ese pueblo remoto y fuera de temporada. La chica que atendía, muy amable, nos alabó nuestro japonés y nos saludó con las cuatro palabras de español que sabía. Pasamos por el hotel; Nacho agarró sus bártulos de fotografía y lo acompañé un trecho alrededor del lago, donde se quedó haciendo fotos, y yo me volví. Al rato vino y cenamos: espectacular la comida que nos sirvieron, con pato asado y un arrolladito de matcha de postre. Nacho se acostó en seguida para levantarse de madrugada a hacer más fotos. Yo estuve boludeando en internet, pero estaba tan cansada que a las nueve y media dije basta y me fui a dormir.
14.12.
Me
desperté a las 7. Nacho dormía, luego de haber estado sacando fotos de
madrugada, así que remoloneé hasta las ocho menos diez, que nos levantamos y
bajamos a desayunar. Habíamos pedido desayuno estilo japonés, y no decepcionó:
supercompleto y todo riquísimo. Sopa de miso, tortilla, salmón a la plancha,
algas, arroz, yogur, y bebida al gusto. Acto seguido juntamos todo y nos
despedimos de Yamanakako para tomar el bus rumbo a Mishima desde donde tomamos
el Shinkansen a Nagoya. El bus llegó temprano, así que pudimos tomar el tren
anterior al que habíamos calculado.
Nagoya, sin embargo, no nos recibió con la alfombra roja. La bajada a la línea Sakuradori de metro estaba poco señalizada y sin un puto ascensor o escalera mecánica, lo cual no se entiende en una estación de esa envergadura. Luego de acarrear las valijas hasta el andén vimos, por los carteles de salida para discapacitados, que había un (1) ascensor. Pero arriba no estaba señalizado en ningún lado. Para peor, era mediodía y los restaurantes estaban a tope, así que primero dejamos las valijas en el hotel y después sí ya salimos, cagados de hambre, a comer. Nos metimos en un lugar que parecía un ramen al paso, pedimos, pero no era un ramen normal... los palitos de metal; la presencia de kimchi en el plato; la sopa con más gusto a caldito Knorr que a dashi... ¡Era un bar coreano! Igual la sopa estaba rica, que es lo importante.
Nos fuimos a pata hasta el castillo de Nagoya. La ciudad es muy distinta de Tōkyō. Calles con veredas anchas, ortogonales, un centro más cuidado estéticamente. Se respira más. El castillo consta de dos pabellones principales, el castillo propiamente (la torre de defensa, que estaba cerrada) y el palacio Honmaru. El original resultó destruido en la 2ª guerra mundial. Muchas pinturas, sin embargo, se salvaron, aunque por temas de preservación las que se exponen son copias idénticas. El castillo actual fue reconstruido en los años cincuenta. Hermosas las salas, con un lujo minimalista que resalta más cuando pensamos que el castillo es del siglo 17 y Europa estaba en pleno barroco.
Después del Castillo tomamos el metro hasta la principal calle comercial de la ciudad, una peatonal como Dios manda: techada de lado a lado para que una compre tranquila. Hasta las bocacalles están cubiertas (Luego veríamos que este tipo de vía, llamada shōtengai, es común en muchos lados). Calle con todo tipo de negocios, pero de comercio tradicional, sin grandes cadenas (salvo Donki y tiendas de 100 ¥). Varias casas de ropa usada o vintage. Tenían kimonos de segunda mano a precios ridículamente bajos, no me compré solo porque sé que no me lo pondría. Si hubieran tenido yukata (kimono de verano), que es más usable, tal vez, pero no había.
Pasamos brevemente por el templo Ōsu Kannon; ya era de noche, así que fuimos volviendo a pie, mirando vidrieras, y cenamos en un comedero de esos que metés monedas en una máquina, entregas el ticket y te preparan el plato correspondiente. Onda vintage decadente, la comida un aprobado justito, pero como experiencia, vale.
De vuelta en el Hotel, hicimos uso del onsen, o más bien sentō, que tienen, lo
que nos permitió ir a dormir relajados, o lo más relajada que mi ansiositud lo
permitía, ya que al día siguiente nos esperaba el…
Próxima parada: PARQUE GHIBLI!
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