16.12
Nos levantamos tipo seis y veinte para enganchar el desayuno, que empezaba y media, y luego ir a tomar el Shinkansen rumbo a Kyōto. El viaje duró poco menos de una hora y llegamos 8:30. Una aventura salir de la estación. Nos llevaría día y medio saber cuál era el camino bueno para moverse alrededor de la gigantesca estación de Kyōto sin quedar atrapado cual rata en un laberinto. Dejamos las valijas en el hotel, convenientemente ubicado justo enfrente de la estación, y nos fuimos directo al Kinkaku-ji, el Templo Dorado. En realidad, dorado es uno de los varios de los pabellones que componen el templo.
Ya siendo la una, tomamos un trencito vintage, divino, hasta Arashiyama, donde comimos unos ricos soba, miramos tienditas y nos asomamos al río Katsura antes de atacar el cuarto templo del día, Patrimonio de la Unesco igual que los otros 3: el Tenryū-ji. Este fue el que menos me llamó la atención (o tal vez ya estaba saturada) pero a la salida de los jardines está el bosque de bambú.
Aunque no se entra propiamente al bosque, sino que se recorre por una avenida abierta entre medio del cañaveral, que está cercado, es impresionante la altura, el verdor y la cobertura del bambú. Se oía el crac-crac de las cañas pegando unas contra otras. De bajada hacia el tren, atinamos a pasar por un santuario sintoísta, el Nonomiya jinja, muy lindo en su sencillez, en medio del bosque de bambú. Aquí, desde el siglo 1 hasta el 14, las princesas imperiales venían a purificarse durante un año o más antes de ir a servir al templo de Ise en nombre del emperador. Aún hoy, el santuario goza del favor de la familia imperial. Pasamos por el hotel y salimos al centro. Tras pasear un poquito por el pintoresco barrio de Gion de noche, quisimos ir al restaurant de omuraisu que salió en Instagram, pero fue imposible encontrar lugar (completísimo y no tomaban reservas). Te odio, Instagram. Terminamos comiendo en un local especializado en yakitori, Torikizoku, que me sorprendió con ricos pinchos de corazón y estómago de pollo, además de otras cositas que pedimos y, para rematarla, el postre, helado de “crema catalana”, que más bien era heladito de flan, pero bancamos el nombre y estaba rico. Volvimos, ducha, y al sobre para el madrugón siguiente.
17.12
A las seis en punto arriba para ir al archifamoso Fushimi Inari-taisha, el santuario de las mil torii (puertas rituales). Perdimos el tren que queríamos tomar, pues perdidos en la megaestación, pero igual llegamos con tiempo para desayunar en el konbini frente a la entrada y arrancar tipo siete y veinte, antes que se empezara a llenar de gente. Ya antes de entrar presencié algo que daba una pista de lo especial del lugar: mientras comíamos nuestro sándwich, se paró un taxi, bajó el chofer, ahí mismo en la calle hizo el rezo mirando al templo y siguió su ruta.
Estas puertas se ofrecen como exvotos, las grandes como las que franquean el camino pueden costar tanto como un coche de lujo, por lo que suelen ser ofrendas de empresas, algunas reconocibles, pero en muchos altares hay torii pequeñas, pequeñitas y tamaño llavero. Por toda la montaña hay altares y altarcitos (literalmente miles), nuevos y viejos, suntuosos o muy simples, solos o en grupos, junto al camino o escondidos bosque adentro, cuidados o reclamados por la naturaleza.
Más allá de las creencias de cada uno, Fushimi Inari tiene más que ganado su estatus de montaña sagrada. Su atmósfera es tremendamente espiritual. Incluso ahora, escribiendo esto, me emociono al recordar el arrobamiento que me embargaba la mayor parte del camino tanto de ida como de bajada, a pesar del creciente número de personas que iban apareciendo al avanzar el día.
Al salir del santuario, nos comimos unos takoyaki al paso y nos fuimos para el centro. Tomamos un café en Starbucks. En Japón no hay muchos cafés como los conocemos nosotros, por lo que si bien aquí casi no pisamos esta franquicia, allí a menudo era la única opción para poder apalancarse un rato sentados a una mesa. Seguimos a Nishiki Market, una calle techada con muy lindos negocitos, sobre todo de comida. Paré en una tienda que tenían un montón de cosas hermosas, y fue gracioso porque a la hora de pagar la señora que atendía se tomó tooodo su tiempo para embalar el humilde set de muñequitas Hina que me había comprado, y yo me sentía Alan Rickman en Love Actually cuando Mr. Bean le envuelve el regalo para la amante. También allí en Nishiki nos comimos unos takoyaki para completar el almuerzo, en un local que solo vende eso. 280 ¥ (1,90 €) los 6. En Europa te fajan 5 € por 4 bolas. Luego de comer nos fuimos al Ginkaku-ji, el templo de plata, con unos jardines divinos y no tan masificado como el de oro (spoiler: no está cubierto de plata. Era la idea, pero nunca se llegó a concretar).
Bajamos por una callecita que bordea un canal apodado “El camino del filósofo”, por uno famoso que solía recorrerlo en su rutina diaria. Un paseo de lo más bucólico y agradable, con mucho verde, casitas tradicionales, prácticamente sin negocios salvo galerías de arte o talleres de artesanos. El último templo del día fue el Eikan-dō. Más grande de lo que anticipábamos, y un poco fuera de programa (la idea era ir al Nanzen-ji, pero estaba más lejos y cerraba temprano y no llegábamos), el templo está en medio de unos jardines exuberantes y es precioso: sus muchos pabellones incluyen una pagoda y unas escaleras cuya curvatura les ganó el apodo de “dragón durmiente”. Junto a estas se yergue el pino de las tres agujas, un ídem cuyas agujas nacen en grupos de tres, no de dos. Dicen que simbolizan las virtudes de la sabiduría, misericordia y sinceridad. Y que si te toca una así serás bendecido con las tres. Lamentablemente, con lo limpio que mantienen todo, no había ninguna mi alcance.
Colectivo mediante, pasamos por el hotel y fuimos a cenar al piso 11 de la estación de tren (en Japón le llaman 1r piso a la planta baja). El edificio de la estación de Kyōto es un “mostro” de la ingeniería, el hall norte se alza diez pisos por sobre el nivel de calle e incluye una escalera monumental con LED de colores en la alzada de los escalones que hacen juegos de luces y hasta reproducen videos enteros a todo color (vimos el trailer de la última de Disney); de ese lado, los diez pisos son shopping/department store, del cual los dos últimos pisos son de comidas: el piso 10 sólo de restaurants de ramen y el piso 11 de todo un poco. Para alegría mía, uno de esos restaurantes era especializado en lengua. Mi corte preferido de la vaca. Nos pedimos un menú en el que venía un poquito de todo: lengua hervida, grillada, estofada, caldito, más arroz y ensalada. La hervida fue la que más me gustó, ya que estaba condimentada con no sé qué que le daba un sabor “oriental”. La grillada, bien, pincelada con aceite de sésamo y con la peculiaridad de que parecía que la habían hecho sin hervido previo. Habrá que investigar. El guisito diez puntos, por supuesto, aunque no tan distinto de un guiso de acá. Después de cenar pasamos por la Sky Gallery, una pasarela a la altura del piso 10 con vistas panorámicas a la estación y la ciudad y techo con juego de luces.
18.12
Nos levantamos temprano y desayunamos en el buffet del hotel, pretendidamente “western style” y que era un cocoliche raro, no tanto por las interpretaciones japonesas de lo que es un buffet en un hotel de Europa o Estados Unidos, sino porque muchas de esas comidas estaban frías, o casi, cuando deberían ser calientes. Y fuimos a primera hora, o sea que no es que estaban los fideos ahí enfriándose hace horas. Un acierto, eso sí, las napolitanas de anko. Eso es cocina (o repostería) fusión bien hecha.
Arrancamos el día en el Kiyomizu-dera, muy amplio, con una claridad dentro del templo como no vi en otros santuarios budistas. Destacan las vistas impresionantes sobre la ciudad desde su balconada sostenida por una estructura de pilares de madera de 13 metros de alto. Bajamos mirando tienditas por el barrio de Gion, que conserva su estética tradicional. Una de las tiendas que tenía marcadas todavía no había abierto, así que para hacer tiempo nos dimos una vuelta por... ¡otro templo! El cercano Ryozen Kannon, interesante, con un Buda gigante dentro del cual había una galería de budas representando los doce animales del zodíaco chino. También había una bola gigante que, dicen, si le das tres vueltas completas tocándola con la mano, se te cumple tu deseo. Me llamó la atención un altar con un dios protector de los niños no nacidos (y se me estrujó el kokoro). Volvimos a la tienda que ya había abierto, un café donde un señor mayor vende tarjetitas artesanales hechas con técnicas de estampación tradicional, y ya luego buscamos para comer temprano, porque a la una teníamos reservada la ceremonia del té en kimono.
Fuimos a un lugar de sushi tradicional y muy, muy rico. Junto con el sushi pedimos, yo una sopa de miso (amo) y Nacho probó el chawan-mushi, una especie de natillas de huevo, pero saladas. La primera impresión fue medio... meh. En varios lados más nos las servirían como acompañamiento y, a fuerza de degustaciones, descubriríamos que el secreto de un chawan-mushi rico es en la sazón. Sufrimos un poco, también, porque tardaron un rato en traernos la comida y por un momento tuvimos miedo de que se nos hiciera tarde para la ceremonia del té. Por suerte no fue el caso, y llegamos puntuales a la casa de té, que funciona en una casa antigua catalogada. Me pusieron el kimono: combinación, cinta (te endereza la espalda de una), kimono propiamente, otra cinta, placa para el obi (faja), y obi. Me peinaron y procedí al salón propiamente, donde marido parecía ya todo un samurái. Éramos ocho en total: nosotros, una pareja australiana más o menos de nuestra edad y una familia Asian-American de papá, mamá y dos hijos adolescentes. Por suerte todos motivados y respetuosos del lugar y el ritual. Luego de que el anfitriona mostrara todo el ceremonial, nos enseñó como batir el matcha y disfrutamos nuestro té (la forma tradicional es que todos los presentes se turnan tomando de la misma taza, pero coronavirus mediante, ahora le dan a cada uno su cuenquito). Previamente degustamos los dulces, un caramelito de azúcar prensado que se disolvía en la boca y una especie de raviol relleno de Anko que me voló la peluca. Se llama yatsuhashi y es una especialidad de Kyōto. La anfitriona me apuntó el nombre en un papelito y todo, pero... mi gozo en un pozo, pues cuando a la tarde fui a comprar, el vencimiento es bastante corto y solo me agarré un paquetito mini, pues no duraban más de una semana o diez días. Habrá que investigar o aprender a hacerlos. Una vez concluida la ceremonia, nos tomamos fotos a discreción en el jardín antes de devolver el kimono.
Tomamos el metro y fuimos al Nijo-jo (Castillo), con impresionantes pinturas en los paneles de las puertas y marquetería exquisita en los dinteles y techos. La importancia histórica de este castillo es enorme, pues aquí comenzó y se dio por acabado el shogunato Tokugawa, más conocido como la era Edo.
Al salir merendamos en un café cuqui de ahí enfrente y paseamos un rato más por el centro, previo paso por una papelería hermosa a la que me llevó Nacho. Volvimos a la estación y repetimos piso 11, esta vez en un lugar de pasta con aires occidentales. Nos arrastramos al hotel rotos de cansancio y preparamos todo para la
Próxima parada: Nara
Etapa plagada de templos y santuarios! Me hiciste reír con la visita al jardín zen hasta que llegaron escolares. Espectacular el santuario de los mil torii, había mandado Igna una foto. Impacta el edificio de la estación de tren. Y un golazo lo de la ceremonia del té con todas las ropas tradicionales, las fotos son lo más. Veo que tanto en esta etapa como en otras, no te probaste de visitar tus amadas papelerías.
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