19.12
Nos levantamos temprano, desayunamos y tomamos el tren suburbano a Nara. La impresión que nos dejó es que es una ciudad “normal”. No hay grandes avenidas comerciales como en Tōkyō o Kyōto, solo callecitas “normales”, así sean peatonales. No hay shoppings ni gandes almacene en el centro, solo en las afueras (la avenida donde estaba nuestro hotel se parecía más a Camino de Cintura que a Av. Santa Fe). Dejamos las valijas en el hotel y nos fuimos directo al Kasuga Taisha. Hermoso santuario sintoísta que se caracteriza por las más de 3000 lámparas votivas de chapa de bronce calada, todas con diseños distintos, que cuelgan a lo largo de las galerías de todo el templo principal. Estas se encienden solo tres días al año; pero el santuario tiene habilitada una sala a oscuras con unas cuantas lámparas encendidas, para poder disfrutar de su aspecto mágico. En una esquina del jardín hay un cedro de unos 1000 años de edad, que aparece en un pergamino del siglo 14. De entre las raíces del cedro sale un enebro en diagonal, por el que recortaron parte del techo del pabellón adyacente para no entorpecer su desarrollo. En el mismo jardín, frente a la oficina del goshuin, hay una glorieta con una glicina de 700 años.
El santuario se halla a los pies de otra montaña sagrada, el monte Kasuga o Mikasa, lugar tan conmovedor como Fushimi Inari. Alrededor del recinto principal se alzan varios pabellones y altares, siempre a los pies de la montaña, a la cual por ser morada de los dioses no pueden acceder los simples mortales. Uno de estos pabellones es el Meoto Daikokusha, dedicado a dos deidades marido y mujer, por lo que la gente va a rezar por un matrimonio feliz.
El complejo comenzó su desarrollo en el siglo octavo, cuando el emperador certificó el carácter sagrado de la montaña y prohibió la caza y la explotación forestal, lo que hizo que en ese sitio se conserve el bosque virgen hasta nuestros días. Sumado a que los ciervos son considerados mensajeros de los dioses consagrados en el santuario principal, esto contribuyó al hecho singular de que los ciervos campen a sus anchas por todo el parque.
El parque de Nara es un poco como los bosques de Palermo: se extiende por muchas hectáreas, lo cruzan avenidas varias y alberga diversos templos y edificios. La diferencia son los ciervos, que realmente están por todos lados (¡incluso vimos a un descarriado a la vuelta de nuestro hotel!). Temía que fueran como los del infame zoológico de Cutini, y los carteles de advertencia no ayudaban, pero por suerte no. Obviamente que están a la caza de galletitas y atentos a todo quisqui que pueda darles un bocadito, pero la gente respeta la indicación de darles solamente las galletas especiales que se venden a tal efecto. Y los ciervos no son tontos: aunque se te vienen al humo en cuanto te ven con las galletas en la mano, a los vendedores los dejan tranquilos aunque tengan pilas de galletas a la vista. Los ciervos tampoco cargosean una vez que ven que se te quedaste sin “shikasenbei” (tengo la teoría de que están formuladas para que no huelan mucho ni se pegue el aroma).
Al terminar la visita al santuario subimos un poco hacia una zona supuestamente de bares y tal, pero la mayoría estaban cerrados, suponemos, al no ser temporada. Lo único abierto era una tienda de souvenires con comedor atrás: el típico comedero cutre de ruta, con piso de cemento alisado; mobiliario setentero auténtico (rejuntado) de caño, fórmica y cuerina; estufa de kerosén como la de tu abuela; un cocoliche de decoraciones maravillosamente kitsch incluyendo, pero sin limitarse a, pósters descoloridos, cuernos de ciervo, adornitos en su bolsa de celofán, estatuas de dudosísimo gusto, vitrinas que no vieron un plumero en su vida, un pareo hindú colgado cual tapiz, un cono de tráfico y muebles viejos arrumbados en un rincón y un cuadro de un tigre que a Nacho lo traumó de por vida.
Después de comer fuimos al Kōfuku-ji, acá medio nos clavamos porque lo que había para ver no nos justificaba los quinientos yenes de entrada (un solo un pabellón, reconstruido en 2018, sin nada especial salvo que uno sea muy fan de los budas). Más valía verlo de afuera y pasear por los pabellones secundarios, por los que no se paga.
Nos tomamos luego un colectivo para ir a las afueras, a las ruinas del palacio imperial de Nara. Es un predio gigantesco (unas 145 hectáreas) en el que desde hace 25 años vienen reconstruyendo, despacio y un pabellón a la vez, las dependencias del antiguo palacio. Un laburo de arqueología, ingeniería, restauración y artesanía impresionante, que se visita gratis total y por el que no nos hubiera importado pagar una entrada.
Actualmente hay tres pabellones reconstruidos y están haciendo el cuarto, bajo un galpón techado con una plataforma para que puedas asomarte a ver cómo va la obra. Planificación y seguridad del siglo 21 con técnicas constructivas del 8 para lograr una reproducción lo más fiel posible del original.
También vimos la reconstrucción de lo que eran las dependencias de servicio y el espacio museificado que tienen alrededor de las excavaciones arqueológicas. No recorrimos todo, hubiera sido una empresa titánica y el frío y el viento nos estaban empezando a hacer mella. Así que volvimos con la misma línea de colectivo, que nos dejó justo delante del hotel, hicimos el check-in y nos fuimos a ver tienditas, priorizando la peatonal cubierta porque lloviznaba. Descubrimos al rato que en Nara todo cierra a las siete (salvo grandes drugstores, gachapones y demases) así que buscamos donde cenar y nos metimos en un lugar de ramen. Parecía una apuesta segura, pero no. Nos clavamos. Un caldo completamente esaborío que ni echándole salsa de soja remontó. Probablemente la comida más decepcionante del viaje. No podés ponerte un local de sopa y no tener buen caldo. De vuelta en el hotel hicimos uso del sentō antes de irnos a dormir.
20.12
Si bien el exterior y la recepción del hotel de Nara parecían una pensión suiza, nuestra habitación era estilo japonés, y el comedor también. El desayuno, japonés, fue pantagruélico. No me lo terminé.
Nos fuimos en colectivo hasta el parque para visitar el Todai-ji. Cara la entrada para lo que venimos pagando en otros lados de acá (a 1500 yen, precio normalito europeo de 10€). Me da la sensación que los naraenses están calentitos todavía de que perdieron la capitalidad de Japón, la cual ostentaron solo por 75 años en el siglo séptimo. Nara está a una hora de tren suburbano de Kyōto y de Ōsaka, no tiene shinkansen. Creo que esto hace que la mayoría de visitantes vayan y vengan en el día. No debe haber muchos que se tiren dos días viendo todos los patrimonios de la pindonga que hay, como nosotros, y eso hace que la ciudad no tenga la infraestructura turística de sus vecinas.
El pabellón principal del Todai-ji, el Daibutsu-den, Alberga una estatua de bronce del Buda Vairocana, de 15 metros de altura. Fue destruido dos veces. El tercer edificio, pues, el actual, es del siglo 18 y, a pesar de ser la estructura de madera más grande del mundo, es un 30% más chico que su predecesor. Detrás del buda, una de las columnas tiene en su base un agujero de apenas 50 cm—lo que mide la cavidad nasal del buda. Dicen que quien consigue pasar por el agujero alcanzará la iluminación.
Después de ver el templo y el Museo tomamos un té en la cafetería del mismo, con un dulcecito muy rico, tanto que nos compramos una cajita. Luego pasamos un rato paseando por el parque y dándoles galletitas a los siervos. Comimos en un lugar de yakitori, Shikamaru, con música de los Beatles, muy bueno. Todo rico, pero destaco el cartílago de pollo frito y el cogote con salsa ponzu, una delicia ambos.
Nos fuimos luego a Hōryū-ji, en las afueras. Este templo budista tiene los edificios de madera más antiguos que se conservan en pie: siglo 8. De nuevo, caro para lo que veníamos pagando, pero muy lindo. Un pantallazo, también, del Japón no turístico: Hōryū -ji está en un pueblo semirrural, con un puñado de tiendas decadentes alrededor de la estación, muchas cerradas, y supermercado y negocios tipo galpón sobre la ruta o locales desperdigados sin un centro comercial definido. Casas bajas, huertos familiares, niños en bicicleta, muy poca gente en las calles.
Parece que en Nara hubo menos cosas sorprendentes. Largué la carcajada con el cuadro de tigre traumatizante. Veo que acá durmieron en habitación tipo japonés
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